EL SENTIR DE LAS PIEDRAS
Para el término performance tenemos al menos tres contenidos semánticos. En el idioma inglés alude a una manifestación, una exhibición, en fin, a un darse-ver. En el idioma francés, la performance alude a algún esfuerzo, tal vez un arrojo
destinado a obtener un valor. En la lengua castellana, «Performance» es un término inexistente, tomado como propio para evitar palabras como representación, exhibición, demostración, incluso práctica o acción.
EL TEMPLUM ACOSTADO DE LAS MUJERES
Alda Ardemani baraja todos estos variaciones semánticas para obtener una sola: un estilo llevado por una convicción de la que sólo podré dar una corta exposición. Si la performance lleva consigo esta variedad de formas y contenidos, podremos decir que Alda, aquí o allá, sea en una u otra performance, siente que en las piedras se alberga una fina a la vez que extraña sensibilidad que se transfiere a quien recurre a ellas. El lector no vaya a entender aquí que son piedras de cierto interés o valor económico, como agata, obsidiana, cuarzo, galena o pirita semejante al oro. No, si Ardemani busca una fortuna no es de prescripción económica. Escoge las piedras más humildes, roca de algún derrumbe, restos de demoliciones, materiales graníticos, no importa.
Ella misma se siente pétrea, rocosa. Para acceder a la estructura somática que responde a su nombre hay que escalar por su tenaz personalidad poco a poco a riesgo de precipitarse. Lo que cuenta es la consistencia, aquella del material accesible y duro a la vez grosero que sin ceder al peso de quien acoge, deja camino a los pies que traten de desplazarse. Si una performance se limitara a eso, poco interés habría en la acción. Pero la artista no se detiene aquí. En la Lista, que llamaré Templum acostado de las mujeres, puestas las piedras una tras otra, cada mujer con la suya, a un ritmo tan calmoso como el tiempo hace en el rostro de los humanos, en la totalidad del cuerpo, una cosecha de pliegues, acopio de signos: heridas, cortes o lesiones de todo tipo. En la superficie de la tierra es posible ver la totalidad de estas piedras como una gran excrecencia, una arruga, una trayectoria, una fractura en fin que sugiere un rumbo que contribuye al templum que tantas piedras hayan, están allí en un sentido originario.
¿Quién ha hecho esa Línea, que veo como un templum acostado cuyo sentido es alusivo al lugar, a una dirección de trabajo? ¿Quién ha dejado ahí esa estructura plana como un punto crucial que integrado por un número inacabable de piedras a modo de losas de variante forma, si no las mujeres. Como en un ritual, una tras otra, han dado un orden hasta transformar la ingente cantidad de cantos que deja en la horizontal, La Línea, esa prolongación de la que difícilmente advertiremos el final. Hablo de dificultad, no de imposibilidad. Porque hecho esto, la artista que ha contemplado la obra haciéndose, emprende por sí misma el recorrido a pie, piedra tras piedra, atenta a la vertical del cuerpo, el equilibrio. En La Línea, Alda Ardemani hacía una performance en el sentido de una representación. Una suerte de manifestación relativa a un hecho histórico reducido a un espectáculo cuyo contenido semántico debe tenerse por manifiesto. Se refiere a la condición vital de las mujeres en sociedades generalmente organizadas e integradas por hombres representados por el monolito-fálico en cuyo pie permanece inmóvil la artista. ¿Qué nos dice Ardemani con todo esto? Poco y mucho a la vez. La artista nos dice el peso de la mujer en el complejo, inacabable planificar de un mundo.
Basta con irse al Medio Oriente para tener la ocasión de contemplar alguno de los espectáculos en los que se dan cien azotes —la línea torcida se paga caro— a una mujer de comportamiento irregular en público para satisfacción de quien una ley bestial se debe cumplir a rajatable. O quizá podremos ver a una mujer que declarada infiel es condenada a mantenerla enterrada inmobilizada en la tierra para que así, en estas condiciones, los hombres que andan por allí, revestidos de jueces, descargarán sobre la hembra una lluvia de piedras hasta acabar con ella. Eso, cuando el castigo será peor, porque caerá sore ella una muerte en vida: un rostro «saneado» con ayuda de ácido, sea sulfúrico, sea nítrico, que levantará la piel, roerá la carne hasta que se esfume una apariencia identitaria.
Si La Línea ha sido una representación alusiva a una realidad incontestable desde la antigüedad, esta performance, que me permitiré llamar Desafío de la desnudez a las piedras, es más un acto de lo que solemos entender por activismo: enfrentrarse a una realidad que se mantiene al margen de lo deseable o legal. En este orden hemos de entender la presencia de la artista totalmente desnuda inmóvil junto a un montón de piedras cada una de las cuales se opone a quien la quiera manejar debido a su dimensión, y con ella el peso. La total desnudez de Alda, tan pecaminosa como perversa para los creyentes, es la vileza de quien censura y aparta la mirada.
A eso alude Ardemani cuando se desviste y plantada ante una carga de grandes piedras, cada una de las cuales es en sí un arma mortal. Porque con la artista no se trata de piedras de un tamaño y peso mediano que llevarán el daño consigo. No, las piedras de que se sirve la artista no son arrojadizas —sopesar una sóla exige un entrenamiento— , porque las empleadas exprofeso son de un tamaño tan imponente que ninguna de ellas es fácil levantarla y arrojarla a más de medio metro de quien lo intente. No son las más grandes y pesadas las auténticas, aquellas que mortifican, quiero decir que matan lenta y realmente. No, son aquellas otras las que más lentamente producen las diversas heridas que acabarán con la denunciada, acusada e imputada.
Alda Ardemani, la artista desnuda ahí, ante un camión de piedras enormes y pesadas, podría echar a la cara de los que vayan a ver una imprecación: «¡Venid y apedreadme, sancionad la nobleza y la pureza, incluso la inocencia!». Alda Ardemani desafía la necedad.
Cada una de sus acciones tiene un puntal que le da fuerza y atrae a quien quiera pensar. La mentira, el chantaje, el fraude, la maldad, el maltrato del más fuerte sobre el débil, la humillación. Incluso la mala muerte se justifica en nuestras sociedades tan injustas como falsamente democráticas asentadas en un poder que sólo aspira a más poder —porque el poder nunca tiene bastante de sí mismo— por falso que sea.
PERE SALABERT
ESCRITOR CATALÁN